Anécdota 8 - Propulsión a chorro

Lo que a continuación se relata ocurrió hace unos dos años.

Viaje a Pamplona. Ir y volver en el día a ver a un cliente bastante agradable. Billete tempranero, portafolios, un par de informes francamente inútiles, el libro que por entonces estoy leyendo y poca cosita más. Duración estimada del vuelo: una hora y diez minutos. Avión de hélice, madalenas, prensa del día y café calentito. Venga, vale, juego.

Llego a Barajas a las 8.45 y, estando como estamos sumidos en el más profundo noviembre, aún es de noche. Casi agradezco que haga un frío que desgarra dado que ayer, haciendo un tremendo esfuerzo por mi parte, me bebí un poquito de cada uno de los bares que hay en Madrid. Conforme a cómo siento la lengua, es más que probable que a última hora decidiese pegarle un par de lametones a las suelas de mis propios zapatos.

Al llegar al avión todo va conforme a lo previsto: encantadoras azafatas y yo nos sonreímos, nos damos los buenos días y nos cedemos el paso. Voy caminando hasta el que es mi asiento después de sortear todo tipo de ejemplares humanos que sé que me encontraré volviendo por la tarde. Sólo un grupúsculo de diez francesitas ñoñas fascinadas (descojonándose) por lo rupestre de nuestro arte aéreo me llaman algo la atención: olalá, yenesepás, regardés.

Después de aposentarme en mi ventana y cuando estoy a puntito de quedarme dormido siento cómo poco a poco en el avión se va quedando en silencio. Por el pasillo se acerca un elefante con corbata roja y traje gris: lo único que veo desde aquí es que porta una barba santaclausiana muy oscura que no logra disimular la inmensísima papada que tiene; también que su labio inferior debe de ser como un chuletón de buey. El tipo está lógicamente incómodo con las miradas, así que trata de avanzar lo más rápido que puede. Desplazando el generosote corpachón se viene hasta a mi lado, comprueba el número de asiento, me sonríe, me da los buenos días, y me pregunta si no prefiero el pasillo. Yo, educadito, le respondo que no, que a no ser que él prefiera ventana, estoy bien. Él me vuelve a sonreír y se sienta. El tamaño de su brazo izquierdo es como mi torso entero y, no porque él quiera sino por el barrigón que calza, lo está apoyando sobre mí. Ay. Cuando logramos adaptarnos el uno al otro, después de sonrisas comprometidas, demasiados conperdones y de algún que otro por favor, trato de conciliar el sueño.


Al poco, una vez que nos han repartido nuestros respectivos cafés&pequeñoperosabrosobollo, el monstruo se tensa un poco y, un instante después, siento una vibración extraña bajo mis posaderas. No puede ser. No, no y no. ¿Será posible? Tengo la sensación de que mi compadre acaba de dejar escapar de su orondo cuerpo un copioso y comprimido gas. Pero no puede ser cierto, me digo. Nah. Será mi monumental resaca en combinación con un avión de hélice (que obviamente vibra)... pero a los pocos segundos vuelvo a sentir un temblor muy parecido. Sí. Efectivamente. Éste tío se acaba de cuajar un pedo sordo más que considerable (yo le daba un 8,5, creo que hasta ha resoplado satisfecho), y yo aquí estoy, disfrutándolo solito. Transcurridos breves instantes de la segunda flatulencia, vuelve a moverse un poco y me regala un nuevo efluvio. Dios. No puede ser: estoy atrapado en un avión con un hipopótamo inflado y no puedo salir de aquí. El hombre, haciendo visibles esfuerzos, se coloca en su asiento, me mira, me sonríe y vuelve pasa una página del periódico que ojea. Cuando creo que ya está, que ya se ha quedado tranquilo (vacío), siento otro cuajo saliendo de su enorme (imagino orto). Dios mío. Se va a morir, estoy seguro. Al quinto pedo me dice solícito: -"Es que estoy enfermo, el médico me recomienda que no acumule gases. No tengo otra opción"-.

Él no tenía otra opción, y yo tampoco: el vuelo estaba repleto y hube de zamparme su padecimiento hasta que aterrizamos. A las 18.30, cuando me dirigía hacia el avión que me llevaría de vuelta a Madrid, volvimos a encontrarnos. El tipo me sonrió y me comentó que sus gestiones habían salido espléndidamente bien y me preguntó que qué tal todo (qué confianza le da a uno el rajarse en compañía de otro ser, ¿eh?). Le respondí que bien, que estaba como loco por llegar a Madrid para pegarme una ducha... Desde mi alejado asiento me encantó comprobar cómo, muy aparatosamente, el pobre enfermo se sentaba entre el grupo de francesitas ñoñas fascinadas.

3 comentarios:

Gloria dijo...

Yo creo que eso tiene que ver con los aviones (fíjense qué fina soy que lo dejo ahí...eso) porque en los viajes transatlánticos ocurre más y mejor y no sólo con gente enferma. ¿La presión de la cabina?

Anónimo dijo...

Qué putada!!XX))

Amaia dijo...

Espero que la noche de bares previa con humos y copas te sirviese para perder el olfato, por que si no...¡ vaya vuelo!