Lundi

¡¡¡Qué mañana más agradable!! Qué gusto, qué bien, olé, olé y olé...

Antes de empezar un ligero matiz: Estamos de obras en casa. Sí, de obras. Eso significa que tenemos dos servicios fuera de ídem (uno con ducha y otro sin ella) lo que nos deja un baño para los cuatro seres currantes que habitamos la casa (eso no es problema, muchísimas familias tienen un solo cuarto de baño, pero ocurre que lamentablemente no estamos acostumbrados. Oij). Rematando el asuntillo, las habitaciones están completamente descojonadas: el pasillo y la entrada sin techo y la parte superior de las puertas, encima de los marcos, agujereada. Bendito pop-art para una cagalera y emocionante llegada del A/A (Aire Condicionado, que decía una amiga mía) a mi hogar: plástico que lo cubre todo (es un decir), polvo de escayola, cemento, cascotes y poca luz: todo a lo grande. Apéndice: A éste paso los obreros se quedan para montar un belén viviente. Lástima que no traigan regalos. -"Señora, éjto ejtá en quice días como mucho, coño, que se lo digo yo como que me llamo Daniés"- Daniés... te has equivocado.

Lunes.

Me levanto a las 7.00 am, nada fuera de lo particular. Salgo de mi cuarto, realizo un par de saltos mortales y sendas volteretas laterales (pídolas) que me ayudan a esquivar cuatro sacos de cemento y dos de yeso, dos puertas desencajadas, varios plásticos apilados y dos sudaderas sudadas. Con grácil movimiento me llego hasta el cuarto de baño de mis padres (el que sobrevive... por poco tiempo). Me ducho como Dios me da a entender.

Puto lunes.

Lluvia.

Bajo al garaje con intención de coger el coche. Tengo la rueda delantera derecha pinchada. Me cago en todo ser humano viviente. Vuelvo a casa a coger el metrobus y salgo a la calle. Llueve. Fantástico. Ideal. Llego a la parada del bus, pasan dos buses por cuyas ventanas sobresale la gente (me acuerdo un segundo de aquellos terribles trenes que se llevaban a la gente a los campos de concentración) y finalmente logro subirme a uno.

El autobús se desplaza apenas cien metros y muere. Más bien agoniza. Tráfico. Es que los lunes el madrileño no sabe conducir. De hecho no quiere hacerlo, es así de sencillo. Puedo ver por la ventana cómo una anciana de seiscientos años cargada con una bolsa y un paraguas nos adelanta caminando. Compruebo cómo un chaval observa su estela con envidia. Me acuerdo del mío (mi paraguas) que tengo reposando y calentito en la oficina y me cago en mí. Armado de valor solicito al elegante conductor que me deje bajar, si la velocidad no se lo impide. Me espeta un -"haberlo pensao, t'esperas hasta la próxima, chaval"- pero acaba cediendo ante los desmanes de una pareja de mediana edad que empieza a hablarle a gritos de Gallardón (mi héroe particular, todo lo penetra, todo lo horada, todo lo destruye, todo lo multa... Obrasman).

Puto lunes lluvioso.

Dinero.

Llego a la oficina tres cuartos de hora más tarde de lo habitual después de haberme calado y haber pisado una gigantesca mierda que no puede ser de perro (o que siendo de can éste debe de ser de tamaño vaca). Y una compañera que coge el metro me comenta que claro, ocurre que la gente, como se acaba de cobrar, coge el coche. Joder, claro. A primeros la gente tiene pasta para gasolina, la gente tiene pasta para ir de compras, la gente tiene pasta para salir de copas.

Puto lunes lluvioso adinerado.

Dita sea....

Manifiesto Cyberpunk

Hace tiempo, brujuleando por Internet, me encontré este Manifiesto Cyberpunk. He vuelto a leerlo y sigue resultándome francamente curioso.

Os apunto los tres primeros "mandamientos":

I.Cyberpunk

1/ Esos somos nosotros, lo Diferente. Ratas de la tecnología, nadando en el océano de la información. 2/ Estamos cohibidos, pequeños chicos de colegio, sentados en el último pupitre, en la esquina de la clase. 3/ Somos el adolescente que todos consideran extraño.


Por alguna razón me recuerda un poco a aquellos cómics que leía hace años, aquellos en los que aparecían los fantásticos Mutantes: no sé, siempre me parecieron personajes muy interesantes, no por el hecho de tener poderes suprahumanos, sino más bien por lo huidizos, lo escondidos.

Confesaré que hay párrafos del Manifiesto con los que me identifico. A la vejez, viruelas.

Por cierto, desconozco si hay alguien que lo sigue.

Relato de los jueves: Hay que desayunar fuerte

Por la mañana, nada más levantarme, descubrí que tenía mucha más hambre de la habitual y en consecuencia decidí que lo mejor que podía hacer era comerme un león así que me duché y tomé un café, fui a Barajas con la intención de coger el primer avión que saliera hacia África, llegué hasta el mostrador correspondiente y justo después de pagar mi billete escuché por megafonía que precisamente un león, recién llegado de África, se había escapado y andaba merodeando por las instalaciones aeroportuarias de tal guisa que cogí mi maleta y luchando contra los asustados pasajeros que iban y venían, volvían y marchaban, viajaban en definitiva, anduve por los pasillos hasta que me encontré con el león y con un golpe de suerte me lo comí saboreando hasta las pezuñas para después, terriblemente lleno pero francamente satisfecho, tener que presentar muy apesadumbrado una queja porque la compañía aérea con la que me iba a marchar a África a comerme un león después de levantarme, ducharme, tomarme un café, salir corriendo hasta el aeropuerto, pagarles el billete, escuchar que un león andaba suelto, luchar contra los viajantes y también contra el león para finalmente comérmelo, tenía un problema en el ordenador que les impedía devolverme el noventa por ciento del importe del billete.

Mer

Arranca sin prisa,
—urgencia desgarrada—
la mañana que no es igual
y se desliza en la cera de su piel vespertina,
de nuevo,
oro, naranja, sol, pomelo
y hielo.

De esos,
de los tuyos,
tus ojos cajoneando
en mi corazón que chilla agarrándose
a tu cara, agarrándose a tu pelo,
a tu pecho,
con mis manos de madera y sangre,
gritándole al viento, al aire,
que no sabe, que no conoce,
azul, plata, luna, sal
y mar.

Tierra, alfarero y arcilla.
Hendida en dos, arada en el
suspiro olvidado.

Volveré al olivo,
después del término de la bóveda conversa,
llenito de la miel de la mañana,
llenito del aire, del color de la mañana.

Repiquetea brillando en la calle,
chiquito en la baldosa, en el paseo,
en la avenida y en las flores,
mi corazón escondido
a la mañana,
al rojo, al fuego y a la tierra.

Extraído de "Del color y la calma"

Estoy en la Avenida de Manoteras. No, un momento. Fango. No. No. No. Qué es esto dónde estoy qué ocurre qué pasa cómo pasa dónde pasa… Calma. Inspiración y expiración. Me fijo en los edificios y voy dándome cuenta de que en realidad la calle es una extraña mezcla de varias de las que no recuerdo el nombre. Creo que acabo de pasar la Plaza de los Cubos, pero un segundo después parece un aparcamiento de superficie, quizá una escultura inmensa de una película futurista. Sigo nadando. No hay nadie, a pesar de que es mediodía y Madrid es pura efervescencia a esa hora del día. El asfalto sigue siendo asfalto si bien de alguna forma consigo nadar en él. La ondulación del golpeteo de mis brazos hace bailar pesadamente las líneas blancas que separan la calle. No estoy manchado, a pesar de que el pavimento está caliente; incluso siento algo de frío. No soy muy consciente de estar vestido, pero la brea se está haciendo cada vez más plúmbea. Voy acercándome por la Castellana —que también es Princesa, Serrano y Santa Engracia— hasta un edificio de proporciones descomunales, un centro comercial más alto que cualquier torre o rascacielos que jamás haya visto. Por alguna razón que no entiendo sé que debo seguir mi marcha, no debo parar. Sé que no puedo intentar acercarme a una acera y tratar de salir. Debo continuar. Pero un momento. Silencio. Un leve chasquido. Dejo de bracear; mantenerme a flote es complicado. Al darme cuenta de que el ruido viene desde atrás me doy pesadamente la vuelta y veo la aleta dorsal de un tiburón acercándose. La aleta sobresale desde el asfalto unos seis metros y se desliza cortando la superficie como si ésta fuera realmente agua. Debería continuar. Sé que debo continuar. Se mueve suavemente en zigzag, de un lado a otro, rozando las aceras. El sonido que emite es plácido, sinuoso. No trato de moverme. Es inevitable. Evidente. Suficientemente explícito como para intentar hacer algo. Continuar. La respiración se acelera. Y la aleta se acerca más y más en una danza acompasada. Percibo la forma del escualo como si también pudiera mirarlo desde lo más alto del inmensísimo centro comercial: la imagen es ridícula, yo soy un punto ínfimo en mitad del mar asfáltico y el tiburón es bastante más grande que un autobús doble. El frío me hiela los huesos a pesar de que el alquitrán está cada vez más caliente. Tirito. El tiburón continúa avanzando y noto más presión en los pulmones. Inspiración. Siento cómo una gota de sudor me baja por el costado, a pesar de estar sumergido en la pasta negra. No debo salir, debo continuar. El oleaje que levanta el animal empieza a balancearme, la aleta cada vez está más cerca de mí. Siento la fuerza que está imprimiendo la bestia para poder moverse de una forma tan grácil. Expiración. A medida que va acercándose soy más consciente de su velocidad. El cielo sigue estando despejado. El sol brilla en lo alto. No puedo hacer nada. Continuar. Tengo las extremidades agarrotadas por el esfuerzo que estoy haciendo para no ahogarme. Inspiración. Quedan tres segundos para que llegue hasta mí. Se asoma brevemente el morro y no soy capaz de imaginar el tamaño de las mandíbulas. Dos segundos. El oleaje me sacude cada vez con más violencia. Un segundo. Está aquí, en frente de mí. Cero segundos. El monstruo pasa de largo revolviéndome en el sitio, sigue su camino hacia lo que parece ser Cuatro Caminos sin haberme visto, sin siquiera haberme apercibido. Expiración.

Abro los ojos gritando. Otra vez. Tengo las sábanas anudadas alrededor de las piernas. El calor me asfixia. Y en ese momento me doy cuenta de que, extrañamente, estoy angustiado porque el tiburón no ha intentado devorarme.