El escote blanco

Hacía mucho tiempo que no atendía a un cliente fuera de mi oficina; nunca sabes lo que puedes encontrarte delante. Esa era una de mis pequeñas exigencias: la primera cita era siempre en mi territorio, la segunda, si es que la hay, ya veremos.

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Aquella mañana fue una excepción, no recuerdo bien por qué, pero accedí a vernos en la pequeña cafetería que hay en la Quinta con Harreys Boulevard. Sí recuerdo muy bien el vestido que ella llevaba, también las lágrimas, los gorgojeos y el rímel corrido. Me matará, sé que me matará; le pagaré cuanto pida, pero por favor, necesito que se deshaga de él antes de que me mate. Las razones me daban igual, sólo importaba el dinero y quizá aquel escote blanco tan pronunciado. Cuánto está dispuesta a pagar. Lo que sea. Al salir del local me entregó la foto del sujeto en un sobre marrón cerrado y, antes de despedirnos, me informó de la hora a la que el tipo llegaría a Nueva York. Gracias. No me de las gracias, usted me paga un precio muy justo por esto.

Pasé por la oficina, recogí el revolver y me acerqué con tiempo suficiente a la estación de Times a esperar el tren de las cinco y media. Entré a los servicios de la planta superior y, una vez colocado el pestillo, abrí el sobre con cuidado de no dañar la fotografía. Era un retrato mío bastante bueno, en blanco y negro; debieron tomarlo la semana pasada, cuando aún llevaba el sombrero de verano. Coloqué el arma en el bolsillo derecho de la gabardina y bajé hacia los andenes. Eran las cinco y veinticinco, por lo que aún quedaba tiempo para fumar un cigarrilo.

A las cinco y media en punto el tren apareció chirriando por la vía seis, así que me oculté detrás de una de las columnas de hierro y esperé. Las puertas se abrieron y una oleada de gente empezó a bajar de los vagones atropelladamente. A los diez minutos no quedaba nadie por bajar, los revisores parloteaban distraídamente en un aparte sobre del último partido de los Mets.

Se ha equivocado, pensé, quizá sea mañana o cualquier otro día de ésta semana. Por el dinero que esperaba en el primer cajón de mi mesa podía volver al día siguiente sin hacer preguntas, así que me di la vuelta y comencé a andar hacia la salida. No logré dar ni diez pasos cuando el sordo sonido de un disparo con silenciador me despertó del letargo en el que estaba. Transcurrieron tres o cuatro segundos hasta que me percaté de que yo había sido el destinatario de la bala. En una profesión como la mía uno es consciente de que su muerte será fácil y de que su vida será intensa pero corta. Al caer de bruces contra el suelo únicamente lamenté no volver a ver aquel precioso escote blanco.

Salí de detrás de la columna que me ocultaba y, sin mirar atrás, recogí el casquillo de la bala que acababa de perforarme el corazón. Quité el silenciador despacio y tomé un taxi hasta la casa de mi clienta. Una vez allí, en el ascensor que llegaba directamente hasta su apartamento, volví a montar el silenciador en la pequeña pistola que siempre llevo a la altura del gemelo derecho y la guardé en el bolsillo izquierdo del pantalón. Efectivamente, iba a matarla.

4 comentarios:

Para, creo que voy a vomitar dijo...

Honbre, cuánto tiempo!!!

Has vuelto y al más puro estilo cine negro! O sea, que a partir de ahora la muerte no viste de negro, sino con escote blanco, no? ;)

juank sinclair fantoba dijo...

mMmMmM... desde luego suena apetecible...

Recuerdo a no sé qué actor, el pobre hombre se moría cáncer, y a la pregunta de una periodista ("¿y no tiene miedo a la muerte?"), el tipo respondió:

- Nunca, ella es una señorita, lo menos que puedo hacer es invitarla a bailar.

Eulalia dijo...

Pero, ¿cómo fue tan tonta que te dio su dirección? Yo jamás lo hubiera hecho si hubiera tenido un escote blanco.

Andrea González-Villablanca dijo...

INCREIBLE TU BLOG...
Y EL ESCOTE BLANCO AÚN MEJOR.
UN BESO...
ANDREA.