Extraído de "Del color y la calma"

Estoy en la Avenida de Manoteras. No, un momento. Fango. No. No. No. Qué es esto dónde estoy qué ocurre qué pasa cómo pasa dónde pasa… Calma. Inspiración y expiración. Me fijo en los edificios y voy dándome cuenta de que en realidad la calle es una extraña mezcla de varias de las que no recuerdo el nombre. Creo que acabo de pasar la Plaza de los Cubos, pero un segundo después parece un aparcamiento de superficie, quizá una escultura inmensa de una película futurista. Sigo nadando. No hay nadie, a pesar de que es mediodía y Madrid es pura efervescencia a esa hora del día. El asfalto sigue siendo asfalto si bien de alguna forma consigo nadar en él. La ondulación del golpeteo de mis brazos hace bailar pesadamente las líneas blancas que separan la calle. No estoy manchado, a pesar de que el pavimento está caliente; incluso siento algo de frío. No soy muy consciente de estar vestido, pero la brea se está haciendo cada vez más plúmbea. Voy acercándome por la Castellana —que también es Princesa, Serrano y Santa Engracia— hasta un edificio de proporciones descomunales, un centro comercial más alto que cualquier torre o rascacielos que jamás haya visto. Por alguna razón que no entiendo sé que debo seguir mi marcha, no debo parar. Sé que no puedo intentar acercarme a una acera y tratar de salir. Debo continuar. Pero un momento. Silencio. Un leve chasquido. Dejo de bracear; mantenerme a flote es complicado. Al darme cuenta de que el ruido viene desde atrás me doy pesadamente la vuelta y veo la aleta dorsal de un tiburón acercándose. La aleta sobresale desde el asfalto unos seis metros y se desliza cortando la superficie como si ésta fuera realmente agua. Debería continuar. Sé que debo continuar. Se mueve suavemente en zigzag, de un lado a otro, rozando las aceras. El sonido que emite es plácido, sinuoso. No trato de moverme. Es inevitable. Evidente. Suficientemente explícito como para intentar hacer algo. Continuar. La respiración se acelera. Y la aleta se acerca más y más en una danza acompasada. Percibo la forma del escualo como si también pudiera mirarlo desde lo más alto del inmensísimo centro comercial: la imagen es ridícula, yo soy un punto ínfimo en mitad del mar asfáltico y el tiburón es bastante más grande que un autobús doble. El frío me hiela los huesos a pesar de que el alquitrán está cada vez más caliente. Tirito. El tiburón continúa avanzando y noto más presión en los pulmones. Inspiración. Siento cómo una gota de sudor me baja por el costado, a pesar de estar sumergido en la pasta negra. No debo salir, debo continuar. El oleaje que levanta el animal empieza a balancearme, la aleta cada vez está más cerca de mí. Siento la fuerza que está imprimiendo la bestia para poder moverse de una forma tan grácil. Expiración. A medida que va acercándose soy más consciente de su velocidad. El cielo sigue estando despejado. El sol brilla en lo alto. No puedo hacer nada. Continuar. Tengo las extremidades agarrotadas por el esfuerzo que estoy haciendo para no ahogarme. Inspiración. Quedan tres segundos para que llegue hasta mí. Se asoma brevemente el morro y no soy capaz de imaginar el tamaño de las mandíbulas. Dos segundos. El oleaje me sacude cada vez con más violencia. Un segundo. Está aquí, en frente de mí. Cero segundos. El monstruo pasa de largo revolviéndome en el sitio, sigue su camino hacia lo que parece ser Cuatro Caminos sin haberme visto, sin siquiera haberme apercibido. Expiración.

Abro los ojos gritando. Otra vez. Tengo las sábanas anudadas alrededor de las piernas. El calor me asfixia. Y en ese momento me doy cuenta de que, extrañamente, estoy angustiado porque el tiburón no ha intentado devorarme.

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