Cuento - Ranas

Al morir, señaló a la luna y pensó, sólo por un momento, que si las ranas volasen, todo hubiera sido diferente. Un segundo antes, justo cuando recibió el balazo de aquel tipo, nada de eso se le pasaba por la cabeza, estaba más concentrado en averiguar cómo era posible que Adriana no hubiera querido sexo con él: al entrar en la estación de autobuses tirando del chico había recordado cómo dos horas antes ella le había abofeteado precisamente delante de ese camarero tan subnormal que lo único que sabe hacer es rascarcarse las pelotas mientras se pierde sumergido en cada escote que pasa por delante. Y claro, quizá no le hubiera rechazado si no hubiera estado borracho, con el pequeño de la mano y recordando cuánto tiempo llevaban follando (y no es que estuviera exactamente borracho, sino en ese estado intermedio en el que uno aún es consciente de lo que hace pero que a posteriori le servirá para justificar cualquier tontería); claro que no se acordaba (no quería acordarse, ya se sabe) de que un poco antes se había bebido, en la cafetería de al lado aquel estúpido bar, cuatro güisquis seguidos (más hielo, más hielo) para justificarse y henchirse de orgullo de macho porque precisamente cinco horas antes de morir había mandado a tomar por el culo a su recién adquirida e italiana esposa, simplemente por no poder soportar ni un segundo más (cinco horas más soportaría, sin él saberlo entonces) sus malditos quejidos, pero sobre todo y ante todo por haberse llevado con él al niño que hacía dos años no había sido deseado. El pobre niño, que lloraba un día antes (y ahora también, agarrado a su tío, el de la pistola) porque sus padres discutían otra vez, en ésta ocasión por su cuento, aquel cuento que comenzaba en un castillo en donde sólo llovían ranas con alas.

1 comentario:

José Moya dijo...

Ufff... Me pierdo. Debe ser que todavía estoy un poco espeso, después del costipado.